viernes, 31 de julio de 2009

EL ALMUERZO

El almuerzo estaba siendo apacible, mis patatas y dos huevos fritos me esperaban acompañados de una botella de Pepsi cola y ese pan calentito que decía cómeme.

Todos sentados alrededor de la mesa, como siempre, con buen ánimo, mejor apetito, bromeando unos con otros y entre carcajadas le hacíamos chanzas a nuestro padre, él no reconocía estar sordo pero nosotros debíamos repetirle las cosas una y otra vez.

De repente, nuestras risas fueron al unísono interrumpidas, cuando escuchamos unos gritos provenientes del piso de abajo.

Yo dije: __ “Vaya bronca tienen los vecinos del quinto, ¡un día de estos se tiran por la ventana!”__, ellos nunca se lanzaron, pero alguna sartén si que cayo. Y es que vi tirar por el ojopatio, desde cigarros, hasta compresas y globitos preñados. Si uno se pasea por los bajos de cualquier edificio ve cuantos tesoros se pueden encontrar; mis hermanos y yo también solíamos tirar restos de comida, para nutrir la colonia de gatos que vivía en los tejados, a todos le poníamos nombre, el de nuestros profesores. Aún conservo la costumbre de alimentar felinos, pero ya no les pongo nombre de mis tutores.

Con el tiempo la familia gatuna fue desapareciendo, a lo cual mi padre dio una explicación que todavía recuerdo, que el Restaurante Chino, que se instalo en el barrio era el culpable, esa es una de sus teorías respecto a los orientales, la otra, que sus nombres son puestos al tirar una lata y dependiendo de el ruido que esta hiciera al caer, así serian bautizados, “PIN-YON- PAN-SHIHG”, por ejemplo.

Bueno, quedamos en que el almuerzo estaba siendo agitado por unas voces y todos salimos a las ventanas, vimos a Lola, la vecina del sexto también asomarse y llamar a mi padre gritando: __” ¡Alfonso esta en el suelo!, ¡venga por favor!”.

Mi padre se incorporo y bajo las escaleras, Lola lo esperaba con la puerta abierta, su esposo estaba tendido en el suelo, mi padre se acerco a él pero ya nada pudo hacer, el pobre Alfonso que tantas piruletas me había dado, acababa de fallecer.

Al morir en su hogar, el velatorio se hizo allí, todavía veo subir el ataúd negro con ese crucifijo brillando en su tapa y esos velones grandes que pusieron a cada lado.
Yo sentía un gran cariño por esa pareja de abuelitos, ellos tenían una tienda de ultramarinos al lado del portal de casa, donde todos íbamos a comprar. Lola era muy cariñosa y conmigo tenia una pasión especial, pues yo bajaba mucho a su vivienda, a escuchar a su hijo Alfonsí tocar la guitarra; donde me veía me daba dos besos. Ahora con pena, recuerdo cuando llego la edad de pavonear, como me escondía de ella, para que no me diera los besos, o como corría para no esperarla en el ascensor.


El piso se fue llenando de gente, no había sitio y muchos estaban de pie, mi padre se hizo cargo de todo, mando traer sillas de nuestra casa y de algún vecino más para que se fueran acomodando.

Don Carmelo el párroco del barrio, entro en la habitación y se dispuso a dar la extremaunción al fallecido, todas las vecinas en la sala rezaban por el alma de Alfonso.




El sacerdote con su vestimenta oscura se me asemejaba a un cuervo, me daba miedo su sotana, su capa y su sombrero, parecía sacado de la Inquisición, su piel tan blanquecina hacia un escalofriante contraste con el negro de su uniforme. Él se acerco a mi padre y le dijo algo entre susurros y mi padre que seguro no alcanzo a escuchar lo que le decía, le respondió que si, para no hacer evidente su sordera.

Don Carmelo cada treinta minutos, se acercaba a mi padre y le volvía a decir algo en voz baja, a lo que él siempre asentía. El tiempo parecía haberse detenido, las horas pasaban despacio, sólo se escuchaba el ritmo cansino de aquellos que rezaban el rosario.
Entonces Don Carmelo se acerco una vez más a mi papá y le volvió a susurrar algo, él respondió con un: __“Si Padre”__ y el sacerdote regresó con los que estaban reunidos rezando.

Alfonsí mi amigo, vino hacia nosotros y le rogo a mi progenitor que cuando viniera Don Carmelo, le dijera que “no”, que ya iban quince rosarios, fue entonces que mi padre se enteró que cada vez que el párroco le susurraba algo, era pidiéndole permiso para rezar otro rosario, las mujeres estaban cansadas y mi amigo le enfatizo: __”Cuando el cura venga a hablar con usted, por favor dígale que no”.

Yo tuve que morderme los labios para no reírme y mi padre, el pobre, se quedo blanco, Mis hermanos salieron rápidamente de la habitación, para no reírse allí mismo। A la semana siguiente él se compro un audífono.

*MANUEL