jueves, 24 de septiembre de 2009

EL DÍA QUE ME HICE MAYOR




¿Esos dientes que me faltan, cuando me crecerán? se preguntaba mirándose en el lago, que como en un espejo su figura reflejaba, se tocaba los huecos de su dentadura con sus manitas y también pasaba su lengua intentado encontrar algo creciendo en su pequeña boca, no podía reprimir sus lágrimas al ver que nada crecía y sus mejillas se surcaban en ríos de plata.
A pesar que sus padres le decían, que no se preocupara que a él sus dientes le saldrían, que mirara a sus hermanos y hermanas y viera como a todos ellos les habían crecido sus dentaduras, que eso era sólo cuestión de que el sol y la luna se pusieran y ocultaran muchas veces. Sin embargo sus noches eran eternas, pues no podía conciliar el sueño; su pequeño cuerpo se veía agitado con horribles pesadillas, donde él se imaginaba sin dientes, sin poder comer esa carne blanda y tan dulce que tanto le gustaba.
Sus hermanos le hacían coro alrededor de él y se reían de su desdentada boca, él era centro de todas las bromas y mofas, lo peor le llegaba a la hora que mamá repartía la comida y veía como sus hermanos devoraban esa carne que él tanto añoraba y él se tenia que conformar tan sólo con un poco de leche.

Cada día se le hacia mas largo mas insoportable, se miraba y se volvía a mirar pero no, no había ningún destello blanco en su virgen dentadura.
Intentaba esconderse de sus hermanos durante el día, para que no le hicieran más escarnio, pero era inútil, ellos más grandes y robustos se sabían todos los escondites posibles y lo sacaban a rastras de su refugio y volvían los juegos donde él, era el centro de todas las miradas y risas. Él pensaba, ¿Seré siempre un desdentado? ¿Nunca me crecerán los dientes?, ¿Qué será cuando mis padres no estén para cuidarme? y al no tener respuestas era un mar de lágrimas.

Una noche de luna llena, tuvo un terrible sueño, viéndose ya adulto y que todos le dejaban de lado, ya no se reían de él, ni era el centro de atención de chanzas, sino que todos lo miraban con lastima.
Se levanto sobresaltado, con un sudor frío cubriendo su pequeño cuerpecito, miro a su alrededor, la noche resplandecía por su luminosidad y entre sombras, vio a sus hermanos descansar unos encima de otros, haciendo imposible descubrir que pie o que cabeza era de uno u otro, su madre al verle despierto lo llamo y él corrió a su lado, ella lo consolaba y acariciaba como solo un madre sabe hacerlo.
__ “No te preocupes hijo mío”__ le dijo la madre y enfática continuo diciendo: __ “ya te crecerán unos lindos dientes, tan blancos como ese marfil de elefante que tiene tu padre guardado y tan duros como los que nadie tuvo jamás” __, ella suavemente lo acercó a su pecho y él mirando tiernamente a su madre se quedo dormido en su regazo.

Al levantarse, al día siguiente y desperezarse, se noto un pequeño bultito en su boca, él salto y corrió al lago, donde le gustaba mirarse todos los días en busca de que sus dientes algún día aparecieran, ¡albricias! algo de un color blanquecino brillaba en sus pequeñas encías, él se pasaba una y otra vez su lengua y trataba de palparse con sus manos ese pequeño tesoro que por fin le estaba creciendo en su boca.
Corrió y corrió hacia su madre y le mostró su boca, su madre lo acaricio y con una mirada tierna le dijo: __“lo ves hijo mío, te dije que te crecerían, pequeño mío!”__ Y lo beso.
Sus hermanos lo rodearon y lo miraban sorprendidos, todos querían ver el pequeño diente de su hermano menor. ¡Que felicidad sentía él! Ya se sentía mayor, todos lo besaban y le llenaban de caricias, él era feliz; su padre lo miro en la lejanía y le envió un gesto de cariño que a él lo estremeció.
Y es que es tan difícil ser desdentado, pero más si se es un león।

MANUEL*

sábado, 12 de septiembre de 2009

UN FARO DE SABIDURIA

El nació en el seno de una familia humilde como tantos y tantos niños de la posguerra, ellos vivían en una parcela de tierra que sus padres habían arrendado al señor de la aldea, lograban supervivir gracias al trabajo familiar en ese pedazo duro de tierra, donde a golpe de azadón conseguían unas cebollas doradas como el sol, unos ajos blancos como las nubes y unas remolachas tan rojas como los labios de Marylin.


Su madre se levantaba solo al asomar el sol, el cual daba sus buenos días en forma de luz, iluminando a la pequeña morada donde todos cohabitaban, en no mas de dos habitaciones; los inviernos eran duros y fríos y ella encendía la chimenea con unos dulces troncos de olivos que en su crepitar parecía entonar un lamento de siglos de aceitunas y al arder, daban un pequeño halo de luz, que envolvía a esa vieja cocina donde todos se reunían en torno a la sopa de ajo caliente y esa malta que hacia su madre.


Su padre un hombre duro como la vida que le había tocado vivir, se calentaba las manos encallecidas y artríticas con la taza de malta recocida, soñando que lo que tenia en sus manos era café por que cuando iba a la aldea a vender sus productos, respiraba ese aroma estimulante del grano negro, proveniente del club donde sólo tenían acceso los grandes señores, propietarios de coche y criados de libranza, los cuales podían disfrutar de ese gran placer, oler y saborear una taza caliente de café. El padre al terminar su desayuno se levantaba y asignaba el trabajo a realizar por cada uno de sus hijos varones, las hembras eran cosa de la madre, así que de vuelta del colegio ellos sabían su tarea a realizar; sus días sucedían entre escuela, sudor y trabajo. El colegio un antiguo establo que luchaba por mantenerse en pie, distaba casi unos 10 kilómetros, de su casa, así que en los días de mucho aguacero o nevada a ellos le era imposible ir.


La caminata hacia el colegio trascurrían entre guerras de piedras, peleas, risas, llantos y hasta enamoramientos, pues en ese sendero se reunían todos los hijos e hijas de todos los peones del señor local, los días de invierno llenos de charcos con incontables renacuajos y ranas y los soleados días de primavera llenos de lagartos, serpientes tomando el sol y hormigas en peregrinación, buscando llenar su despensa para el próximo invierno.


En el colegio había un profesor con nombre de antiguo emperador romano Don Cesar, llamado así por seguir una tradición familiar, en el cual a todos los varones de su familia le ponían nombres de emperadores romanos, él era un hombre integro con ideas avanzadas para su época y no simpatizante del régimen que gobernaba en el país, él se escapo de la prisión porque su padre era el general que destituyendo el poder establecido por el pueblo, se hizo con el gobierno, después de rezos, cantos de himnos a la patria e izado de bandera.



El joven educador les enseñaba a sus pupilos que el mundo era un lugar injusto donde los hombre no eren iguales por su naturaleza, sino por su riqueza y que como muchos grandes sabios, estaba en desacuerdo con ello y solía repetir que: __”sólo por ser el heredero de una gran fortuna, cualquier pusilánime tiene mas grandeza que cualquier escritor, pintor o científico”__.

A pesar de esas convicciones e ideas tan vigorosas, su apariencia era la de un hombre débil, con la piel blanquecina y opaca, a sus treinta tres años, él parecía mayor debido al asma que padecía desde muy temprana edad y le hizo tener muy mala salud, circunstancia esta que le aparto de la vida castrense que era otra tradición familiar.


El sabio maestro le daba al pequeño aldeano, quien era su pupilo favorito, la oportunidad de leer libros prohibidos por el régimen para que pudiera crecer en libertad su sabiduría, la vida de este pequeño fue transcurriendo entre la tierra que le alimentaba el cuerpo y la del saber que le alimentaba el alma, el pequeño rapaz se convirtió en un enorme devorador de libros.

Don Cesar lo tenia por su mejor alumno y le aleccionaba en sus grandes conversaciones, le hacia ver que él tenia una luz dentro de sí, que él debía de salir de esa vida de manos encallecidas y de trabajo de sol a sol y que él debía ser faro de sabiduría para futuras generaciones, recalcándole que debía siempre recordar sus orígenes humildes.

El joven educador viendo las grandes posibilidades de su joven discípulo y no sin mucha lucha interior, resolvió llamar a su padre el gran general y le rogó que lo escuchara, que no pedía nada para si, sino para él pequeño genio que él educaba en la pequeña escuela de la aldea y que no quería que éste, se dilapidara en una vida de trabajos cotidianos y oscuridad. El gran general, Don Adriano, escucho a su hijo y le prometió que estudiaría el caso de ese jovencito.


Semanas más tarde cuando Don Cesar había perdido la esperanza de que su padre le ayudara recibió un telegrama del ministerio de educación, en el cual le comunicaba el ingreso de su alumno en la mejor institución de educación del país, donde su pupilo continuaría los estudios.

Don Cesar recorrió a toda prisa la distancia que había de su pequeña choza a la pequeña casa donde habitaba su alumno , al llegar toco con vigor la puerta de la casa y le abrió una mujer todavía joven pero ya encorvada por el trabajo y con una vejez prematura que había conquistado su piel; a su lado dos pequeñas una con unas lindas pecas coloreándole su rostro y otra mas pequeña con unos mofletes gorditos y sonrojados, en su mano traía unos trozos de tela que su madre le había cosido en forma de muñeca. Don cesar le pregunto a la mujer por su marido e hijos y ella amablemente le indico que dentro de poco estarían en casa, lo invito a pasar y le pidió que los esperara.

El profesor observo como la casa apenas tenia muebles, solo una gran mesa en la cocina y unas sillas rodeándolas, era sin duda un hogar pobre pero donde se respiraba paz y porque no decirlo, felicidad.
El padre al atravesar el umbral y ver al maestro allí, se sorprendió pues imagino que vendría con alguna queja de sus hijos.

Don Cesar, al verlo se incorporo y le tendió su mano y pudo sentir en ella la mano, dura, áspera encallecida del padre, sus ojos se cruzaron y Don Cesar vio en ellos un alma limpia.

El padre le invito a sentarse y el profesor le entrego entonces el telegrama que había recibido, el hombre leía el telegrama en voz alta y la sorpresa hizo que el papel se le deslizara por sus manos como un jabón mojado que en un acto reflejo, él recogió antes de que tocara el suelo.

Después de leerlo se incorporó y el profesor pudo comprobar la corpulencia de ese hombre y como sus ojos estaban hundidos en el cráneo al estar expuesto a tanto sol y como su piel parecía como un cuero curtido con el aire de las montañas, el hombre busco con su mirada al tercero de sus hijos que estaba rodeado por todos sus hermanos y encima de sus rodillas tenia a su hermana pequeña, esa mofletuda que reía mirando a su hermano; con voz pausada, el padre le pregunto: __”Sabias de ésto?”__, el adolescente le miro y negó con la cabeza, pues de su garganta no podía salir palabra.
Don Cesar interrumpió la escena y le expreso, que era él quien había sido el artífice de todo, que viendo las grandes cualidades desarrolladas por el muchacho y no habiendo medios en la aldea para darle una mejor educación, no podía dejar que se quedara allí, pues su destino podría ser glorioso.


El padre lo observo detenidamente y con voz firme expreso: __”Sé que no soy ministro, ni general, ni siquiera soy un pobre funcionario, se que sólo mis manos son las que me hacen ganarme la vida, es mi destino y no lo rechazo y la mayor gloria es alimentar a mi querida compañera y a mis cinco hijos, pero no me opondré si él quiere ir a la ciudad a recibir mejor educación”__.

El hijo aturdido por tantas noticias se quedo mudo pero don Cesar logro convencerlo y el chico a la semana siguiente estaba en la estación despidiéndose entre lloros y abrazos de su familia y su joven mentor. El muchacho, en las escalerillas del vagón, volviéndose hacia ellos, les prometió que siempre los llevaría en su corazón y que volvería.


Cuando llego al centro de estudios en la capital, le hicieron toda clase de exámenes y pruebas, que superaba con enorme facilidad para asombro de los eruditos profesores que formaban el claustro del ministerio de educación, todos afirmaron que él era un faro de sabiduría.

Los años fueron pasando como las hojas caen en otoño y él mozalbete se convirtió en hombre y pronto el ya decrepito general, lo hizo llamar para que fuera su consejero.
Él departía con grandes jefes de estado y grandes hombres de negocios ya nada quedaba de ese pequeño estropajoso que llego de la pequeña aldea, ahora él era un hombre de ciudad con exquisitos modales y siempre vistiendo a la ultima moda de Paris.


El gran general después de una larga enfermedad falleció y sin grandes debates su consejero, fue nombrado como sucesor. A las exequias del general acudieron, reyes, príncipes, jefes de estado, embajadores y una gran muchedumbre; en un rincón de esta, estaba Don Cesar, el hijo del gran general y el primer mentor del gran delfín, acompañado de dos hombres jóvenes.

La comitiva desfilaba entre marchas fúnebres y detrás de la carroza donde yacían los restos del dictador, iba la gran comitiva presidida por el gran sucesor, al llegar a donde estaban situados Don Cesar y sus dos acompañantes, algo le turbo la frente al nuevo tirano y al levantar la vista vio como unos ojos le miraban fijamente, entonces reconoció a su viejo mentor y podía intuir que esos hombres que le acompañaban, eran sus hermanos.

Don Cesar lo llamaba una y otra vez por su nombre: __: “Brutus, soy yo don Cesar y estos que me acompañan son tus hermanos”__, él aterrorizado al ver ese viejo desastrado acompañado por esos dos hombres con ropa rota y descosida, les ignoro.

Brutus, nunca volvió a su pequeña aldea, ni vio nunca más a sus hermanos, ni supo que su madre murió ya muy mayor y que su padre no pudo soportar la perdida de su compañera y se encerró en su habitación y murió al segundo día que le diera el último beso a su gran amor.

Manuel*